¿Te acuerdas de ese día que tanto llovía?
Hacía una tormenta de perros y aun así te presentaste en mi casa. Creo que era una noche de sábado. Estaba gratamente sorprendido de verte, aunque no acababa de entender tu visita, pues tú y yo habíamos acordado cortar nuestra relación, al menos durante un tiempo indefinido.
Tenías un efecto mojado que me encantaba, pero aún así, te proporcioné una toalla y ropa seca para que no te constiparas, incluso te propuse que te dieras una ducha con agua caliente, lo que haría cualquier persona en su sano juicio dadas las circunstancias. Aceptaste mi propuesta con una de tus hermosas sonrisas. Te fuiste a la ducha, el agua empezó a correr para que saliera caliente. Entonces, te volviste hacia mí y me propusiste que nos duchásemos juntos, como en los viejos tiempos.
Yo te contesté que creía que no era una buena idea, que yo solo lo hacía de corazón. Tú insististe, que echabas de menos esos momentos lujuriosos y apasionados conmigo, me diste un beso de esos que solo tú eres capaz de dar, apasionados y que quitan todos los sentidos. Ante eso, mi negativa inicial se convirtió en un asentimiento, por los viejos tiempos. Pensé... ¿Qué podemos perder? Así que, procedí a continuar lo que empezaste.
Te besé apasionadamente mientras tú me ibas quitando la ropa con mucho garbo. Yo hacía lo mismo con la tuya. Mientras nos íbamos yendo para la ducha, tropezamos con el sofá y nos caímos al suelo, pero sin perder de vista el momento álgido, nos levantamos riéndonos y continuamos besándonos con lujuria. La locura se había adueñado de nosotros de tal forma que no podíamos parar.
Llegamos a la ducha, el agua estaba hirviendo, como nosotros. La templé como pude para no perder de vista la situación, te agarré por las nalgas con garbo y te empotré contra la mampara de la ducha, te penetré con todas mis ganas, tú soltaste un gemido apasionado y atronador por tu ardiente boca. La mampara no se rompió de milagro, pero nos daba igual.
Ahí estábamos tú y yo, recordando los viejos y mejores tiempos de la mejor manera que sabíamos hacer: amándonos con una lujuria aplastante. Y seguíamos y seguíamos... Oh Dios mío... Recorría cada rincón de tu cuerpo acaloradamente mientras yo seguía dentro de ti. No veíamos el final de aquella lujuriosa locura, mojándonos y amándonos como nunca. Nuestras lenguas no paraban de atornillarse entre sí. Y el agua seguía corriendo al mismo ritmo que el nuestro. A una velocidad vertiginosa y atronadora.
Y fue pasando el tiempo, terminamos esa locura abrazados en la ducha, con el agua corriendo a borbotones, pero igual nos daba. Estábamos abrazados, besándonos después de tan laborioso pero gratificante esfuerzo. Tomamos aire y lo exhalamos durante un breve rato. Me levanté y cerré el grifo de la ducha, ayudé a mi amada a levantarse, nos secamos bien, nos abrigamos con el albornoz sin nada debajo y salimos del cuarto de baño, abrazaditos como dos colegiales, satisfechos por lo ocurrido. Nos fuimos al salón y nos sentamos en el sofá, los dos cariñosamente abrazados. Y poco a poco, nos fuimos quedando dormidos hasta que... nos quedamos dormidos.
Fin.
Salvador Periz Nogueras
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