(Colaboración poética de Gioconda Burgos y Juan Carlos Ruache)
Madre de princesa
a la sombra del Califa,
a la sombra su cuerpo
a la sombra del peñasco.
Velaba su memoria
en la púrpura lavanda,
lavaba las prendas oscuras
entre saltos alegres del agua.
Saltaba el agua en cadena,
ella lavaba su pena.
La hubo en buena guerra
aquel Moro de allende,
enemigo de la Sancta Fe.
Algara mediante,
tomó para sí
la honra dulce de su santuario.
¡Ay de aquel Moro
que cautivo de su cautiva fue!
Saltaba el agua en cadena,
ella lavaba su pena.
Noche a noche,
la maldad de los demonios
veló el naufragio
de su cuerpo derrotado.
En el estrujar de interminables cuentas,
alma de su rosario,
ánimas y santos
escucharon silenciosos
cómo el bálsamo
de sus manos
ungía el pulso bravo de un rey
hasta la última lágrima posible,
hacia los tránsitos del sol.
Saltaba el agua en cadena,
ella lavaba su pena.
El sol y el recuerdo de su vida
emborronados ante sus ojos.
Su único privilegio,
el aire fresco del lavadero.
Allí veía
nutritiva fertilidad en derredor,
la libertad en las pieles
de las ranas,
la alegría con que las nubes
abrazaban a la sierra,
mientras ella, de rodillas,
lavaba estancada.
A unos metros la vigila,
afilado como roca,
un sicario del Califa,
en su mejilla a oriente
media luna cicatrizaba.
Saltaba el agua en cadena,
ella lavaba su pena.
Turbadas sus entrañas,
habitada estuvo de aquélla,
su ángel de barro mestizo,
pezón de su primera alegría:
¡La niña con ojos de lucero!
Se supo limpia de blasfemia.
Honró luz y sangre
y amor puro.
Hija, embeleso del Califa.
¡Ah! mas para ella…
siempre sería botín ajeno.
A orillas del lavadero,
tajamar bendito de sus lágrimas,
alivia la cautiva su íngrima estrella,
invoca ojos de la poderosa Uzza
y a sus gacelas del desierto.
Saltaba el agua en cadena,
ella lavaba su pena.
Llegan remontando las lomas,
una a una con disimulo,
en el oasis escalonado
aúnan sus ganas de beber.
Las orillas colman
en abundante manada.
De pasos delicados, cuidadosos,
de patas esbeltas
estilizando su marcha
que rompe enérgica
cuando trotan sin pausa.
El agua salta cadenas,
lavadas quedan sus penas.
Un parpadeo del viento
golpeó su pecho erizado
arrastrándola en su mágico torbellino.
Entre las gacelas va oculta,
tras de un tumulto de patas
que despiden su carrera.
En fuga estremecida
hasta las nubes levantan,
y desvanecida queda.
Y sí…
aunque de su raza proscrita
y yermo el seno de madre:
¡Nunca más cautiva!
El agua salta cadenas,
lavadas quedan sus penas.
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