Ana permanecía en silencio, pensativa, observando a su hijo. Qué cruel había sido la vida con ella—pensó.— Enviudo a los pocos meses de haberse casado, cuando apenas faltaban unos días para que naciese su hijo Jorge, pero el destino había sido implacable con ella. Desde su nacimiento vivía recluido dentro de una especie de esfera, en el hospital, por culpa de su extraña enfermedad. Últimamente, cada vez que iba a verlo Jorge decía la misma frase:
—Mamá, soy prisionero de está capsula artificial donde mis días y mis noches, se unen en un solo yo.
—Hijo, —le había dicho aquella mañana— ¿Qué te gustaría que te regalara para tu cumpleaños? ¿Hay algo especial, que deseés?
—No madre, —respondió, soltando una sonora carcajada— tengo todo cuanto pueda desear.
Ana se marchó incómoda por aquella extraña sonrisa. Al día siguiente su hijo cumpliría la mayoría de edad y veía en él algo diferente que no sabía explicar. Se levanto al amanecer, tomó un café y se fue directamente al hospital. Cuando llegó, le inquieto ver varios coches de policía en la entrada y aceleró el paso. El par de minutos que tardó en llegar hasta el ascensor se le hicieron eternos. Entró en él y temblando pulsó el botón de la planta doce, como cada mañana en los últimos dieciocho años pero sintiendo en su interior que algo pasaba. Al salir del ascensor y ver a varios policías en el pasillo, se inquietó más. Un policía se acerco a ella y le preguntó su nombre.
—Espere un momento, le indicó.
Al minuto otro agente se acercó a ella y con seriedad, le comunicó que su hijo había fallecido.
¡No podía creer lo que escuchaba!…
—¿Qué ha sucedido? —preguntó logrando contener las ganas de romper a llorar.
El agente le preguntó, si se sentía con fuerzas para verlo y Ana respondió que sí. La imagen que vio al entrar en la habitación de su hijo, jamás la podrá olvidar. La burbuja dónde Jorge había vivido desde su nacimiento, se encontraba abierta por uno de sus laterales. Su hijo había muerto por asfixia al salir de ella. Pero antes de conseguir hacer una brecha con un artilugio fabricado por él mismo, se había dibujado una sonrisa en el rostro.
—Debía llevar tiempo planeándolo, y nada me hizo sospecharlo, ni siquiera aquella extraña sonrisa,—murmuró Ana.
—Lo siento—señaló el policía, cuya placa decía: Martín Fernández.
Ana solo logró pronunciar un leve balbuceo…
—Sé feliz hijo mío, allá donde estés—y rompió a llorar.
Gracias Salva 🤗🤗
Una triste realidad, pero hermoso. 👏👏