Salió por fin del cabildo, y miró un instante
aquellas mujeres que tejían cobijadas del
calor bajo la sombra en el porche de sus
casas sin prestarle la más mínimo atención.
Guardaba celosamente su secreto: las
primeras letras de su nuevo cuento, intrigante
y escueto envuelto en una trama tenebrosa.
Se creía un privilegiado, pero se encontró con
un inconveniente difícil de solucionar; los
habitantes de aquél pueblo, cubierto de
mimbres y mantillas, ignoraban el placer de la
lectura. Los analfabetos en el pueblo, eran el
100% . La noche avanzaba y la maldad
engullía la luna que parecía intuir como los
brazos del mal progresaban silenciosamente
engullendo a su paso el brillo de las estrellas.
Se encaminó hacia el centro del municipio a
paso lento y acompasado sintiendo que
decenas de ojos se posaban en él. —Sólo
ante el peligro—murmuró entre dientes.
De repente, un olor nauseabundo invadió el
ambiente provocándole unas nauseas que le
hicieron vomitar. El chillido de un puerco le
soliviantó. Alguien del pueblo estaba
haciendo la matanza del cerdo.
Giró sobre sí
mismo sin tiempo de reacción, justo en el
momento en que el peso de la guadaña caía
sobre el cuerpo de Hemingway golpeándole
con violencia en la cabeza, mientras varios
habitantes gritaban:
—Muere erudito, muere. ¡Púdrete en el infierno!
Recibió golpes por todas partes,
revolcándose en una espiral de náuseas y
dolor. Durante unos minutos que se le
hicieron eternos se acordó de su padre y
como lo consolaría describiendo el acto
como algo antinatural, con la expresión de la
muerte en el rostro. Siempre le temió. Tras
varios espasmos, los gemidos de la muerte
por fin le indujeron la oscuridad total; su
muerte quedó oculta, atrapada en los
dominios del pueblo maldito, anclado en el
pasado.
© Nuria de Espinosa
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